El paraíso del cuerpo, con o sin tetas

 

Por Alma Delia Murillo

No voy a decir que soy víctima de los estereotipos de belleza femenina. Tampoco que tengo consejos ni respuestas ni una mierda.

Tengo, como siempre, un montón de preguntas. Y acaso empiezo a atisbar una simple pero poderosa certeza: el cuerpo nos rebasa en todo.
No hay causa social, exploración académica o científica ni lectura de género que lo contenga. El cuerpo sigue teniendo voluntad propia, memoria que se extiende por generaciones, emociones depositadas en sus pliegues y en sus articulaciones que quizá el mecanismo de la razón jamás entienda.

Tengo, también, una historia que contar.

Durante la adolescencia y hasta mis veintidós o veintitrés años batallé con el peso. Quería ser flaca —qué original, ya sé. Pesaba unos trece kilos más que ahora.

Con los años, las chingas de la autosuficiencia, los amores y las revoluciones hormonales, perdí los kilos que me sobraban. También descubrí las carreras de fondo, medio maratones y maratones que me ayudaron a bajar de peso y a apaciguar el trastorno de ansiedad que es mi compañero de vida.

Llegué a los treinta, en fin, con un cuerpo que más o menos me gustaba.

Pero la piel de los pechos se había hecho flácida y tenía estrías, el peso perdido cobró su factura. Y no me sentía cómoda con un montón de prendas ni al mostrarme desnuda.

Así que el deseo de ponerme unos implantes de tetas estuvo ahí hasta que, cómo no, elegí el peor momento para programar mi cirugía: salía de una relación de diez años que fue mi aprendizaje fundacional en la perrísima tarea de hacer pareja y también acababa de renunciar al trabajo de oficina para dedicarme a escribir de tiempo completo. Cualquiera con tantita sensatez habría calculado que someter al cuerpo a un cambio tal en un momento de rupturas no era buena idea. Pero como dice mi amigo el Beco, la sensatez no es mi fuerte.

Es duro constatar la facilidad con la que todos nos damos permiso de emitir una opinión sobre el cuerpo de los otros. Me sorprendió escuchar que eso de los implantes sólo era para “putas y teiboleras” en boca de intelectuales que presumían de mucha academia y apertura mental, me sorprendió también escuchar a representantes del feminismo criticar las cirugías estéticas con los argumentos más conservadores. El hecho es que todas y todos tenían algo que decir.

Recuerdo que la única persona que hizo cuestionamientos libres de prejuicios fue mi madre, esa señora que con trabajos sabe escribir su nombre pero cuya sabiduría es a prueba de fuego, tuvo preguntas en lugar de sentencias y se interesó por la parte médica y clínica: quiso saber si yo estaba segura de la decisión, me preguntó sobre las consecuencias físicas y el nivel de riesgo de la cirugía.

Durante las consultas previas con el cirujano, le expliqué de todas las formas posibles que no quería unas tetas inmensas de esas tipo copa doble D que habitan incontables fantasías y que resultan tan apropiadas para la estética porno; de una y otra manera le hice saber que sólo quería que mis senos se vieran más firmes, más redondos y que el relleno del implante al tensar la piel, camuflara las estrías.

Hicimos pruebas, se mostró muy comprensivo, muy experto y dale, llegó el gran día. Me acompañaron mi hermana y dos amigas queridísimas. Cuando desperté de la anestesia general, me dolía respirar.

Cortar y recolocar los pezones para meter por ahí el implante, estirar el tejido muscular y forzarlo a cubrir el volumen de un cuerpo que antes no estaba, es una pequeña carnicería. Programada, voluntaria, con fines estéticos, pero al fin carnicería.

Apenas mirarme al espejo supe que algo estaba mal. Me vía como Dolly Parton y no era lo que yo quería, tamañas tetazas no eran lo que había acordado con el cirujano. Que estaba exagerando, que estaba inflamada, que le diera tiempo.

Pasaron seis meses y yo seguía con dos tallas más de las que quería, el mundo entero juraba que me veía divina, que ni siquiera se notaba. Pero yo no toleraba mirarme al espejo. Esa no era yo. La talla 34 D me alteró la imagen corporal completa, me sentía gorda, amorfa, pesada, correr era doloroso.

Así que haciendo de tripas corazón, dos años después de vivir tremenda crisis de imagen corporal, de vestir colores oscuros y cuellos altos, de juntar un poco tranquilidad y de dinero —no vayan a pensar que es gratis, ja—, decidí hacer el cambio de implantes por unos más pequeños.

Recuerdo que minutos antes de entrar al quirófano le pedí perdón a mi cuerpo por la nueva tortura a la que iba a someterlo. Esta vez la operación—con otro cirujano, ético y respetuoso de mi voluntad— duró seis horas. Hubo que reconstruir el tejido completo, recortar siete centímetros de piel alrededor de los pezones porque cuando se distiende no vuelve a retraerse y fue necesario suturar con catorce puntos en cada lado.

Al despertar de la anestesia y mirarme en el espejo sentí alivio. Era yo, otra vez. La talla de mis senos hacía sentido con mi anatomía nuevamente. Lloré mucho. Lloré porque el dolor físico no debería restringir su justificación del llanto a la niñez, también los adultos necesitamos llorar cuando duele, joder. Lloré porque todo había salido bien, lloré porque estaba cerrando un ciclo de ansiedades y confusiones. Lloré conmovida con mi propio cuerpo que volvió a aguantar la paliza.

Son casi tres años luego de la segunda cirugía y vivo agradecida por haber tenido oportunidad de corregir la primera. No quiero someterme a ninguna experiencia similar, no cambio por nada la calma que recuperé cuando volví a sentir mis dimensiones equilibradas.

Sé que fue mi decisión y soy la única responsable. Pero me habría gustado que en lugar de hablarme de prejuicios, estereotipos y feminismos, alguien me dijera que escuchara mi intuición, mi momento emocional, que revisara mi identidad desde el lugar que no le pertenece a nadie más que a cada uno.

Me habría gustado ser capaz de decirme yo misma que lo de afuera es sólo ruido. Que es adentro donde está la posibilidad de comunicarse con el cuerpo y, con mucha suerte, de encontrar el goce que llega con la aceptación, con la frágil y delicada unión del yo interior con el que nos devuelve el espejo.

Por Fortuna —sí, la diosa— nunca es tarde para asomarse al paraíso que vive dentro de la piel.

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