La Hermana Sádica
Todo comienza cuando alguien me pide un texto o me invita a dar una clase o me confirma una entrevista de trabajo: me pongo nerviosa, me sudan las manos, me asaltan las dudas.
Ya sé que a mucha gente le pasa. Pero en mi caso no es un ay, qué nervios, espero hacer un buen papel sino un ¿por qué yo? ¿será que no encontraron a alguien mejor? ¿o no se han dado cuenta de que yo… soy yo? De verdad, no es falsa modestia ni humildad. De hecho, durante muchos años no supe cómo explicar qué rayos era. Eso sí, sabía que eran parte del mismo problema otros rasgos de mi personalidad, como el de ponerme de malas si alguien insistía en chulear mi trabajo o resaltar mis cualidades; o el de esforzarme para que todo resultara no perfecto, sino lo que le sigue; o restarle importancia a mis logros. Esos eran los rasgos que se notaban hacia fuera. Hacia adentro, lo más notable era la sensación de inadecuación, de no ser suficientemente buena –y la angustia de que los demás lo notarían en cualquier momento.
A la fecha ignoro en qué momento comencé a sentirme así. Seguro no fue en la secundaria, y probablemente tampoco en la preparatoria. De hecho, cuando iba en quinto de prepa, la maestra de literatura universal no me consideró para un concurso de ortografía y yo fui a buscar a mi maestra del año anterior (de literatura mexicana) para pedirle que ella me respaldara para entrar al certamen. Esa seguridad en mis habilidades se evaporó en algún momento, a pesar de que no me pasó nada terrible entre la prepa y mi primer trabajo remunerado. Eso sí: recuerdo que casi eché a perder la posibilidad de ese primer trabajo remunerado porque no creía tener el perfil que pedían, así que seguro fue entre ese concurso de ortografía y ese primer trabajo que algo se me torció.
En todo caso, no creo que hacer arqueología de mi psique ayude de mucho, porque estoy segura de que, por más que repase mis recuerdos, no voy a encontrar un hecho tremendo que pudiera ser señalado como el punto de inflexión entre mi antes confiado y seguro de sí mismo y mi después lleno de dudas: tengo la impresión de que fue un cambio paulatino, tan sutil que nunca me hubiera dado cuenta de no haber sido por una bendita plática entre amigas. Una de las amigas comentó que a veces se sentía inadecuada. Como si en realidad no tuviera el talento que se esperaba de ella en su trabajo (¡como yo!). Otra dijo que a ella, además, le pasaba cuando platicaba con otras personas: sentía que cualquier cosa que pudiera decir era obvia, aburrida o petulante (¡igual que yo!). Y una más dijo que le pasaban esas mismas cosas y que su psicóloga le había dicho que se llama “síndrome de la impostora”.
Esa noche, cuando llegué a casa, me puse a investigar al respecto. Me topé con muchos artículos sobre el síndrome y con cada uno me sentía más identificada: por ejemplo, me enteré de que es un fenómeno más frecuente entre las mujeres que entre los hombres, y más todavía entre aquellas que se dedican a la academia, actividades creativas o de negocios. No es paralizante, como la baja autoestima. Yo diría que, de hecho, es la hermana sádica de la baja autoestima, porque permite que una haga cosas, pero todo el tiempo te dice al oído que, si lo logras, es por suerte o por inadvertencia de los demás, y que tarde o temprano alguien se dará cuenta de que no mereces ese trabajo, o la beca, o el reconocimiento, o lo que sea que esté en juego en ese momento.
Por ejemplo, cuando me invitaron a hablar de una de mis autoras favoritas de la vida en un centro cultural importante, mi primer pensamiento fue ¿Quién les habrá cancelado? Y cuando llegó el día (porque sí, acepté participar), fui del miedo de que nadie llegara a que la gente se saliera a que me preguntaran algo que no supiera. Nada de eso ocurrió, pero igual, cuando alguien me felicitó y me dijo: “eres una experta en el tema” tuve que esforzarme para no responderle: ay, no: tanto como una experta, no; soy una fan obsesiva, nada más. Y no lo hice porque, cuando sucedió esto, ya había leído sobre el síndrome de la impostora. Dicho de otro modo, no quiero contarles cuántas veces, ante un elogio, respondí que no era para tanto, que todo era un accidente feliz (como decía Bob Ross) o que cualquiera podía hacerlo igual de bien. Y lo peor es que cada vez que lo dije lo hice de corazón. Como Groucho Marx decía que no quería pertenecer a un club que aceptaba miembros como él, yo a menudo siento que un logro es poca cosa si está al alcance de alguien como yo.
Sólo que, en este caso, si hay un antes y un después, y el punto de inflexión fue esa plática con mis amigas. Para empezar, me di cuenta de que varias actitudes mías, que yo consideraba independientes entre sí, eran parte de un mismo problema, incluso algunas que yo no consideraba “malas”, como mi perfeccionismo y mi responsabilidad excesivos. Más importante: entendí que no era que yo estuviera descompuesta, sino que la combinación de la forma en que se nos educa y la presión que ejerce el mundo laboral, sobre todo en las mujeres, hace que muchas nos sintamos fuera de lugar o inmerecedoras de las oportunidades que tenemos.
Por supuesto, me encantaría decir que una vez que detecté mi síndrome de la impostora fui con un doctor que me recetó un tratamiento que me dejó como nueva y que ahora aprecio mi talento y mi esfuerzo en una justa, sana proporción. Pero eso sería mentir sólo por buscar el final feliz a este texto. Además, ustedes no me creerían porque justo empecé este texto contándoles que, aún ahora paso un rato difícil cada vez que tengo que mostrar mi trabajo.
Sin embargo, y a pesar de que mi primer impulso sigue siendo el de minimizar lo que sé hacer o el de correr a esconderme, sí ha habido un cambio: ahora sé qué es lo que ocasiona esta respuesta y evito seguir ese primer impulso. Más aún: he aprendido a no juzgar soberbias o inseguras a otras mujeres cuando rechazan un cumplido o se autoboicotean. Capaz que tienen el mismo problema que yo.
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