Me han pedido esta colaboración para entregar en el mes de abril (aunque creo que va a salir en mayo…) y resulta que abril es un mes que me gusta en especial por varias razones. Una de ellas es que se celebra a los niños en México y por ende tengo más trabajo, porque muchos años de mi vida los he dedicado a trabajar para ellos. He trabajado para niños en muchos sitios: casas, escuelas, hospitales, orfanatorios, televisión, teatro, albergues, centros tutelares, plazas públicas y centros de trabajo. Así que podrán imaginar que es un tema que no solamente me ocupa, sino que me preocupa.
La Organización Internacional de Trabajo (OIT) estima que de los 215 millones de niños en situación de trabajo infantil del mundo, 115 millones están involucrados en trabajos peligrosos, de los cuales 41 millones son niñas y 74 millones son niños. Según la UNICEF, en México existen alrededor de 3.6 millones de niños –entre 5 y 17 años– que trabajan, cantidad que representa 12% de la población total de niños del país. El 22% de los niños más pobres trabajan. De los menores indígenas 21% laboran, mientras el número para los no indígenas es de solo 12%.
Así que yo, al igual que ustedes, me pregunto en esta época de elecciones: ¿Qué se puede hacer para disminuir y erradicar estas cifras? ¿Hay en los discursos políticos una referencia clara a los niños y niñas de México que los ponga en el centro de la sociedad?
Hemos visto durante muchos años gobiernos que solamente minimizan este problema adjudicando presupuestos muy pequeños al trabajo infantil, que simplemente son paliativos y que no continua el siguiente funcionario en turno. Parece que los niños y niñas de México no son sujetos de derechos.
Creo que habría que preguntar a los candidatos qué piensan hacer. ¿Van a seguir borrándolos del paisaje para que no se vean? ¿Van a invertir los recursos necesarios y elaborar un plan nacional para que estos niños y niñas puedan acceder a todos sus derechos y a un bienestar social o van a seguir restándole importancia?
Al principio hablaba sobre las razones de porqué me gusta el mes de abril. Me gusta también porque es el mes en que nací. Y este abril es especial porque cumplo 60 años. Y no debo ser la única a la que se le han ido rápido, muy rápido. Soy una mujer afortunada, mi madre vive todavía, tengo una pareja a la que amo y con la que vivo hace 37 años, un hijo, una nuera y dos nietos que son mi adoración. Tengo amigos entrañables, salud (con algunos achaques) y puedo ejercer mi profesión dignamente.
¡¡¡¡Pero cumplir 60… Siempre tiene algo de “especial”!!!. ¿Ya? ¿Tan pronto? La última vez que pensé en mi edad fue cuando quería tener 17… Me acuerdo claramente cuando aprendí a andar en bicicleta y me quitaron los frenos (los de los dientes no los de la bicicleta).
Entre todas las cosas nuevas que aprende uno con los años están las palabras, ahora hay que enfrentarse a otra nueva: “edadismo”, hasta suena raro. Pues resulta que el edadismo es una de las tres grandes formas de discriminación de nuestra sociedad, por detrás del racismo y el sexismo. ¡Joder! Como si no fuera suficiente en este país.
Los 60 años de mi abuela y mi madre no tienen que ver nada con los míos. Aunque mi abuela fue una gran actriz y cantante y mi es madre una mujer con carrera, a sus sesenta ya era hora de “tomar las cosas con calma”. Yo no pienso tomarme las cosas con calma, no quiero tomarme las cosas con calma. Ahora a los 60 voy a decir “no” cuando es “no”, seguir enamorada, asombrarme de los logros de mi hijo, verme en el espejo y gustarme, viajar más (porque ya hay descuentos por mi edad), no fingir que me gustan las cosas que no me gustan, seguir peleando por lo que me importa, reírme cuando se me olvidan las cosas, comer más sano (claro), seguir trabajando, besar y abrazar a mis nietos a la menor provocación, andar en bicicleta y mandar al cuerno a los que a las de 60 nos vuelve invisibles, calladas y deterioradas.
Y ya les dejo porque voy a buscar los papeles que piden para mi tarjeta del INAPAM.
¿Qué pasa por tu cabeza y por tu corazón a los 40 años cuando te sientes satisfecha con tu vida pero cuando te das cuenta que lo que has perseguido todo este tiempo es importante pero no es lo realmente importante, que hay mucho más y que se necesita algo más que valor para irlo a encontrar? Tal vez en secreto lo preguntas, tal vez llevas toda la vida haciendo algo que te gusta, que te hace feliz, pero de pronto te detienes un momento y te preguntas si tu paso por el mundo ha tenido sentido, si tu vida va hacia donde querías, si las decisiones que tomaste fueron las correctas, si es momento de dar la vuelta al volante o si sigues por el mismo camino. Para muchos es mejor seguir adelante sin cuestionar, mucha gente lo hace, da miedo hacer un balance, pero una vez que lo haces y encuentras que falta algo, que no tienes tan claro qué es pero que necesitas irlo a buscar, no puedes dar marcha atrás.
Llevo 20 años dedicada a mi carrera como actriz, estoy orgullosa de lo que he logrado, he decidido dedicar mi vida al arte y me ha dado satisfacciones indescriptibles; sin embargo, a pesar de tener aparentemente todo lo que necesito, un día desperté y me di cuenta que lo que sé hacer –actuar- no es suficiente, que necesito más, que en eso me he entretenido pensando que es lo más importante por ser mi pasión y por tener que ver con un diálogo sensible con el corazón de otras personas, pero de pronto entendiendo que la vida no es sólo lo que hacemos, por noble que sea, la vida tiene más que ver con los seres humanos que decidimos ser día con día y la manera en que conectamos con los demás.
En medio de todas estas reflexiones decidí pasar mi Semana Santa haciendo algo muy poco convencional que no tuviera que ver con mi pasión aunque indirectamente me conectaba con la vida, que es el material inagotable del actor. Muchos hombres se compran una moto o se ligan a una mujer más joven para superar la crisis de la edad, muchas mujeres se operan el cuerpo y la cara para sentir que el tiempo no ha pasado y para no pensar en lo que cada arruga en su rostro tiene que decirles. Yo tenía preguntas existenciales que hablaban de una crisis, me preguntaba: ¿cuál es el verdadero sentido de la existencia?, ¿para qué exactamente estoy aquí?, ¿cuáles son los retos a los que me quiero enfrentar?, ¿cómo puedo ser un mejor ser humano para este mundo en crisis? Con todo esto en la cabeza decidí enfrentar mi inexplicable crisis ontológica de la manera en que me parecía lógica aunque para el mundo entero fuera una locura: decidí irme a Nepal y subir 62 kilómetros de montaña desde Lukla hasta el Campamento base del Everest. Sabía que ese era un viaje interior, que la montaña me iba a confrontar y a dar respuestas pero nunca imaginé que lo haría de la manera en que lo hizo.
La montaña es una metáfora de la vida y cada montaña tiene su manera de hablarte. Empecé a entrenar subiendo el Pico de Humboldt en el Nevado de Toluca, desde ahí comenzó la aventura, me retó pero fue inmensamente gozoso descubrir paisajes hermosos, se empezó a convertir en una adicción. Siguieron dos ascensiones al Iztaccíhuatl hasta el llamado ‘refugio’ que está a 4,780 metros y empezó la montaña a dar lecciones claras. Estas fueron mis primeras conclusiones que obtuve como un primer acercamiento del gran parecido entre la montaña y la vida:
Para mucha gente lo importante es hacer cumbre, llegar a la cima, llevan prisa y no se detienen porque lo importante es llegar. Para mí es el camino lo que disfruto, tener un objetivo, un lugar al que quieres llegar, pero tomarte el tiempo para gozar del paisaje, de lo que cada momento te ofrece, ¡ahí está la belleza! Se trata del trayecto, no en el destino.
No puedes ir al ritmo de nadie más, tienes que encontrar el tuyo, tu propio paso, incluso tu propia vereda porque la que le funciona al otro no necesariamente te funciona a ti.
A veces el camino se pone rudo y puedes padecerlo, puede sacar lo peor de ti, pero siempre hay un momento en que ese camino difícil se termina y viene otro mejor.
Cuando sientes que el lugar al que tienes que llegar está muy lejos siempre ayuda echar una miradita a lo que ya recorriste para darte cuenta de que si pudiste con todo eso puedes con lo que está frente a ti.
Si creías que una subida era difícil, las bajadas son peores, pero puedes encontrar el gozo y el aprendizaje en ambas.
En los momentos más difíciles es importante monitorear tus pensamientos porque tu mente puede tanto hundirte como salvarte.
No hay mayor satisfacción que saber que lograste lo que parecía imposible. A veces tu cuerpo, tu mente y tu espíritu tienen sus maneras de enseñarte de lo que eres capaz y sorprenderte gratamente.
Con todo eso en mente llegó el día de viajar a Nepal. El vuelo dese México fue de 40 horas entre las horas de vuelo y las de espera. Salí un martes y llegué el jueves en vuelos de México – Houston, Houston – Dubai y Dubai – Katmandú. Pasamos un par de días en Katmandú para adaptarnos al cambio de horario, comprar las últimas cosas que nos hacían falta para el trekking… ¡y empezó la aventura!
Lo primero fue volar en avioneta a Lukla (que por suerte hasta que aterrizamos me enteré que era el aeropuerto más peligroso del mundo porque tiene tan sólo 450 metros de pista). En ese vuelo mis ojos empezaron a ver los paisajes más hermosos y algo dentro de mi sentía la excitación que se siente cuando estás a punto de vivir algo inolvidable.
Ese mismo día caminamos de Lukla a Phakding, alrededor de 7.5 kilómetros. Todo iba perfecto en el primer día: buen humor, el cuerpo al 100%, paisajes bellísimos, el clima fresco pero rico… Esto pintaba para ser increíble. Llegamos a Phakding, un pueblito hermoso, pasamos la primera noche ahí en uno de los cuartitos de madera que tienen las casas de té. No dormí. Pasé mucho frío en la noche, tenía los pies congelados y por más que me tapé con cuatro capas de ropa no fue suficiente, pero eso no iba a detenerme de ninguna manera, ni a mermar en mi ánimo; tal vez era la excitación del viaje, una temperatura distinta a la que estoy acostumbrada, al estar en un lugar tan alejado a lo conocido no le di importancia. Al día siguiente decidí empezar feliz de estar en esta aventura y con todo el ánimo de seguir adelante. El trayecto fue de Phakding a Namche Bazaar, un recorrido de 9.4 kilómetros subiendo 830 metros de altura con algunos puentes colgantes en el camino, la naturaleza en todo su esplendor y las primeras vistas de las montañas que conforman la cordillera del Himalaya. ¡Una verdadera belleza! Aunque fue exigente la subida, realmente el voltear a ver la naturaleza a mi alrededor lo hizo gozoso y enormemente disfrutable. Ahí me di cuenta de que en la naturaleza están siempre las respuestas que necesito, que mi necesidad de correr en México a los Viveros de Coyoacán o escapar a La Marquesa no eran más que el deseo del contacto con la verdad que estaba buscando. Y ahí en medio de la montaña en Nepal, volteando a mi alrededor, me di cuenta que mi sonrisa la provocaba la intensidad del verde de los campos de trigo, que la melodía del sonido del viento moviendo las copas de los árboles era lo que hacía cantar a mi corazón y la fuerza del cauce del río lo que me inspiraba y me hacía entender que tengo todo lo que necesito, que mientras me siga conmoviendo hasta las lágrimas el paisaje de una montaña y me siga emocionando ver un árbol lleno de flores rodeado de pinos es que estaba en contacto con lo verdaderamente importante de la vida, todo lo demás se reduce a la hermosa invitación de la naturaleza a aprender de su sabiduría.
Llegué en éxtasis a Namche, mi condición física perfecta y mi estado de ánimo inmejorable. Ese día dormimos en Namche y al día siguiente nos volvíamos a quedar ahí para hacer aclimatación, que es cuando permaneces a cierta altura para que el cuerpo se acostumbre. Estábamos a 3420 metros. Al día siguiente subiríamos a Khunde Village que está a 3790 metros, y a Khumjung a 3970 metros, y pasaríamos tiempo en el view point de donde se verían las montañas más importantes y uno de mis lugares favoritos de todo el viaje y volveríamos a bajar a Namche para pasar la noche ahí y al día siguiente caminar hacia Tengbuche.
En el grupo éramos cuatro personas más dos guías y dos porters, que son las personas que cargan el equipaje. Llegando a Namche Bazaar, José y María (estos eran otros, no los de la Biblia) decidieron no seguir adelante con la idea de llegar hasta el Campamento Base del Everest porque sintieron que en estos dos días de subida por las montañas el camino estaba resultando demasiado demandante, así que ellos se quedaron en Namche con un guía y nosotros con el otro. Así que de los ocho que éramos en total nos dividimos en cuatro y cuatro.
Hicimos la aclimatación y al día siguiente fuimos hacia Tengboche, mi camino favorito de todo el trekking, porque por fin estábamos viendo algunas de las hermosas montañas de la región Khumbu: Thamserku, Kantega, Ama Dablan, Lotse ¡y las primeras vistas del Everest! ¡Además fue mi favorito porque de un momento a otro la montaña se convirtió en un bosque! Uno hermoso, frío y misterioso como son los bosques, pero con ese olor húmedo que te invita a adentrarte. Subimos a 3870 metros y caminamos 11 kilómetros. Llegamos y había tanta neblina que no pudimos conocer el lugar hasta el día siguiente que fuimos a un hermoso monasterio budista a escucharlos meditar. Caminamos rumbo a Dingboche y ahí empezó la montaña a retarme y a hablarme, tal vez más rudo de lo que esperaba pero dándome lecciones claras. Todo iba bien, lo único que sentía era un poco de cansancio porque no estaba durmiendo bien (cuando estás a cierta altura recibes menos oxígeno y el cuerpo como alarma se despierta constantemente como medida de emergencia). Sin embargo estaba contenta, mi cuerpo estaba respondiendo a pesar de la falta de sueño pero empecé con tos, discreta al principio pero constante. El guía, al llegar a Dingboche, me consiguió unos jarabes, habíamos caminado 10 kilómetros y subido a una altitud de 4330 metros, pensé sería algo pasajero. Esa noche conocí a Ricardo Peña, un mexicano que vive en Estados Unidos y que iba a subir hasta la cima del Everest. ¿Qué probabilidades hay de que encuentres a un mexicano en Nepal y que justo dos días antes haya visto una de tus películas? Creo que muy pocas. Fue un encuentro mágico y muy inspirador.
Esa noche no dormí de nuevo, la tos empeoró; me preguntaba por qué siendo tan sana, justo en la montaña, me estaba sintiendo mal. Al día siguiente nos tocaba aclimatación, subir a 4600 metros y volver a bajar. El cansancio acumulado, el frío y la tos que estaba empeorando fueron el aliciente perfecto para que la mente hiciera de las suyas. Me la imagino siempre como un muppet metiéndote ruido para hacerte desistir, ¡pero mi pobre muppet no sabía con quién se estaba metiendo! Durante el trayecto fui desarrollando una serie de estrategias para mantenerme enfocada y no dejarme vencer. Se las comparto porque ese muppet lo tenemos todos y estas estrategias son aplicables a cualquier situación:
Respirar, siempre respirar es la clave. Conforme vas subiendo la montaña la respiración es cada vez más corta así que me concentraba en meter más aire del que aparentemente podía meter.
Repetía un mantra en mi mente. Hubo trayectos en los que repetía por horas Aham Brahmasmi, otras veces Sat Nam, Sa Ta Na Ma, etc
Cuando no estaba muy “espiritual” me repetía en la mente “I can do this” con la tonadita del “sí se puede” pero por alguna razón la motivación me era más efectiva en inglés y de la nada les decía a los demás: We can do this! con un entusiasmo extremo.
Imaginaba a mi corazón bombeando y volviéndose cada vez más fuerte y me imaginaba que lo que estaba haciendo hoy, la Mónica viejita me lo va a agradecer.
Me ponía a saludar y a decirles una que otra palabra de aliento a los demás turistas que iban bajando y se veían agotados. Todos, absolutamente todos, sonreían.
Dejaba que las emociones que sentía sucedieran sin cuestionarlas. Hubo momentos en que de la nada empezaba a llorar, se me salían las lágrimas por más de media hora. No sé si era la belleza del paisaje, ver a los sherpas cargando demasiados kilos sobre sus hombros y pensar en las injusticias del mundo o simplemente que estaba cansada pero lo dejé ser sin cuestionarlo.
Volteaba a ver a la naturaleza y me dejaba inspirar por ella. El sonido del río me hizo sonreír más de una vez.
Recordaba ese sí rotundo que sentí en todo el cuerpo cuando me llegó la invitación a hacer este viaje.
Pensaba en el cuerpazo que iba a tener con tanta subida en la montaña. (Todo, absolutamente todo ayudaba).
Me recordaba que soy más fuerte de lo que pienso y que había una razón poderosa por la cual yo elegí vivir esta experiencia.
Esa mañana de aclimatación subiendo la montaña, confieso que a pesar de que intenté aplicar todo lo anterior, el muppet por poco me gana la batalla. Mientras subía empezó su voz a decirme: “¡Mónica, no dormiste NADA!”, “¡Mónica, estuviste tosiendo toda la noche con los pies congelados!”, “¡No creo que sea buena idea subir a 4600 metros, déjalos que se vayan ellos y tú regrésate a dormir!”, “Qué aclimatación ni que payasadas!” “Además no has estado comiendo bien así que de dónde vas a sacar energía?” (En la montaña el apetito disminuye considerablemente, tienes que forzarte a comer). Mientras esto sucedía en mi mente, mi cuerpo seguía subiendo la montaña en cámara lenta, como si me hubieran robado la energía. El muppet seguía: “Ya, aquí entre nos, ¿en qué momento te creíste que eras montañista?”, “Con tres días de entrenamiento en el Nevado y en el Iztaccíhuatl creías que podrías con esto”, “¡Imagínate lo rico que estarías durmiendo en tu camita en México!”, “¿Nepal? ¡Estás en el otro lado del mundo! Y si tú tos se pone peor?”, “¿Qué vas a inventar después, Canotaje en el Tigris?”
Nuestro guía me vio y me cargó la mochila, no podía ni voltear a ver las montañas, mi cuerpo ya no daba más. Me acordé de la cantidad de gente que me quiere para callar al muppet pero no lograba cambiar la energía hasta que el guía me dijo: Why don’t you repeat a mantra like yesterday?Maybe that’s going to help. Y le dije: Yeees! That’s what I need! Así que recordé que alguien me escribió en Facebook que repitiera el mantra “I am” y lo hice, y como magia me empecé a energetizar y a subir sin parar hasta llegar a los 4620 metros.
Al día siguiente el trayecto fue de Dingboche a Lobuche que tiene una elevación de 4920 metros, 10.7 kilómetros y registrado como una de las partes más difíciles de todo el trekking, para mí lo fue. Un trayecto de cuatro horas lo hice en siete porque mi cuerpo iba cada vez más lento, me sentía mal, extraña, desenergetizada, pero faltaba un día para llegar al campamento base del Everest, lo tenía que lograr. En un momento empecé a ver puntitos blancos y me tuve que sentar, sentía que me iba a desmayar. El guía me dijo que la altura me estaba afectando, que lo recomendable era regresar. Le dije que me iría lento pero que no podía no llegar, me dijo que si me pasaba algo sería su responsabilidad y que la mayoría de las personas mueren en esa subida por la altura y la elevación del camino. Yo estaba segura que nada me pasaría, que efectivamente mi cuerpo estaba resintiendo fuertemente la altura pero era simplemente cuestión de ir más lento. Logré llegar a Lobuche, pasé mala noche, tosiendo y escuchando un ruido extraño en mi pecho.
¡Al día siguiente era el día! Despertamos con la noticia de que nuestro porter estaba enfermo, la altitud le había afectado y tenía que ir un helicóptero por él. No era juego eso de la altitud. Esperamos a que llegaran por él y lo vimos irse en un estado delicado. Caminamos a Gorakshep, ese camino fue de los escenarios más bellos, todo nevado y rodeado de montañas y cruzando el glaciar Khumbu y el glaciar Changri, mi cuerpo trataba de agarrarse de esa belleza para seguir, para no darse por vencido, pero costaba trabajo. Llegamos a Gorakshep a 5140 metros, no sé ni cómo llegué pero llegué y no podía más, pensé que era un riesgo subir a el campamento base que estaba a 5364 metros, que todo mi cuerpo me estaba avisando que la altitud me estaba cayendo mal, que era peligroso seguir pero una voz en mi cabeza necia decía: “¡Ya estás aquí! Has caminado 67 kilómetros! No puedes no hacerlo, no puedes no llegar, cómo te vas a sentir si no lo logras”. El guía me preguntó: ¿estás segura de que quieres ir? Le dije “¡Sí!, sí quiero!” en voz muy baja por lo mal que me sentía. Me sugirió la ayuda de un caballo por unos kilómetros para llegar al campamento por lo lento que estaba caminando y porque si iban a mi ritmo llegaríamos demasiado tarde. Me subí al caballo, fueron unos pocos kilómetros los que bajé con su ayuda, me bajé del caballo y como pude caminé, con las piernas fallando, con lágrimas en los ojos de frustración por no estar al 100%, con muchas preguntas en la cabeza de si estaba o no haciendo lo correcto, con una debilidad extrema y con un coraje que me impulsaba a seguir. Llegué al campamento base como llega un náufrago a la orilla después de meses de estar en altamar. Lloré, lloré mucho, sentía que era una victoria pero que el precio había sido alto. Caminamos por el Glaciar, vimos a los que realizarían la expedición de subir hasta la cima del Everest en sus tiendas de campaña, nos tomamos fotos con la bandera mexicana y nos abrazamos por lograrlo.
¿Qué significaba lograrlo? ¿Era esto una victoria para mi ego o realmente una hazaña de la cual sentirme orgullosa? ¿Es posible que esta experiencia tan extrema había sucedido así para recordarme lo valiosa que es la vida y el sinsentido que es estar en crisis cuando posees lo más importante? ¿Qué precio pagaría mi cuerpo por llevarlo al límite? La última respuesta la obtuve a la mañana siguiente, desperté y me sentía lo peor que me he sentido en toda mi vida. Me tomaron el nivel de oxigenación y estaba en un 40% (70% ya es peligroso), mi vista estaba completamente nublada, un dolor de cabeza terrible y muy poca energía. Me conectaron de inmediato a un tanque de oxígeno y realmente no entendía por qué me había pasado todo esto. ¿Qué me estaba diciendo toda esta experiencia? ¿Por qué la montaña en su última etapa había sido tan dura? Otro guía me escuchó respirar y se dio cuenta que tenía agua en los pulmones, edema pulmonar. Decidieron que un helicóptero tenía que ir por mí de inmediato para llevarme al hospital pero el clima estaba tan malo que no podían salir a rescatarme. Era urgente bajarme de altura así que me subieron a un caballo, con nieve, bajo la lluvia y con frío, me agarré como pude pensando que lo más absurdo sería morir de una caída de caballo así que me tenía que agarrar con la poca fuerza que tenía con todo mi ser y así nos fuimos primero a Lobuche, pero me seguía sintiendo demasiado mal así que bajamos hasta Pheriche, a 4240 metros, pasamos la noche ahí. El dolor de cabeza hizo mi noche insoportable, lo único que hice fue llorar toda la noche, lloraba de cansancio, de angustia, de dolor, de preocupación, de frustración y de sentir que había logrado una meta pero que el precio había sido demasiado alto. Al día siguiente llegó el helicóptero por mí y me bajó a Lukla, era tan grande la cantidad de gente que estaba mal que nos hicieron esperar una hora y otro helicóptero me bajó hasta Katmandú directo al hospital donde me tomaron una placa, me tomaron el oxígeno, sangre, pulso y determinaron que efectivamente mi pulmón tenía agua y era urgente darme antibiótico y nebulizaciones para mejorar mi estado. A la mañana siguiente, después de otra placa, me pidieron permanecer en el hospital porque aunque el agua disminuía aún no estaba lista para irme. Salí al tercer día, tuve tiempo de recuperarme en Katmandú y aquí estoy de regreso en México totalmente recuperada y procesando aún toda esta experiencia.
Lo que pienso ahora es que la vida es realmente una rueda de la fortuna, un día llegas al campamento base de Everest y te sientes invencible, y al día siguiente estás sentada con un tanque de oxígeno sintiéndote miserable: esa es la vida, hay que entender sus subidas y bajadas y vivirlas sin juicio porque tal como es, es maravillosa.
Me hubiera encantado bajar perfecta después del campamento base y agarrar fuerza en el camino y sólo contar que lo más difícil fue conseguir la meta pero lo más difícil irónicamente vino después pero nadie habla de eso. Nadie habla de cómo se siente un boxeador al día siguiente de ganar su título, nadie pregunta lo que vive un astronauta al regresar a la tierra, nadie imagina lo que vive una actriz en la soledad al día siguiente de ganar un Oscar porque a todos nos gusta dejar la imagen de éxito, dejar el final de “vivieron felices para siempre” como en los cuentos de hadas, pero entiendo en este momento que toda fortaleza tiene su fragilidad, que los triunfos tienen detrás esfuerzo, lágrimas, momentos de frustración y vulnerabilidad y que a veces es la bajada la que te pone en perspectiva y dimensiona lo alcanzado.
Hoy agradezco infinitamente que estoy aquí en este mundo todavía un rato más, yo estaba buscando desesperadamente algo que le diera sentido a mi paso por el mundo sin saber qué era y ahora me doy cuenta que he tenido todo el tiempo lo más valioso que se puede tener, la vida, y que es importante ser responsable con ella. Después de esta experiencia lo valoro todo, desde la respiración y el oxígeno que entra a mis pulmones hasta la temperatura de mi cuerpo. También me fui a buscar eso que era más importante que lo que estaba haciendo con mi vida y lo encontré. Encontré que mi paso por el mundo tiene sentido, que es importante que yo siga aquí, que cada día es un regalo, que la vida es frágil y nada, absolutamente nada es más importante que cuidarla. Descubrí que no necesito hacer actos heroicos para saber que lo que yo soy es suficientemente valioso y lo que hago también. Encontré que es importante soltar la necesidad de tener todas las respuestas porque la vida tiene su manera de hacértelas entender a su paso y, sobre todo, encontré que lo más importante es agradecer tanto la cumbre como el valle porque en los dos está la belleza de la vida.