Del silencio obligado y las voces incómodas – Mare Advertencia Lirika

Por Mare Advertencia Lirika

Soy Mare Advertencia Lirika, rapera zapoteca, migrante y feminista. Como rapera, mi oficio es la palabra. Me dedico al Rap desde hace más de quince años y en este largo recorrido he tenido que aprender a lidiar con un sinfín de dificultades, entre ellas, la de verme cuestionada por hacer uso de mi voz, con lo irónico que pueda parecer (por lo menos a mí me lo parece).

En mi primer viaje al sur del continente, específicamente en mi visita a Chile, descubrí que mi voz es fuerte, no en un sentido positivo, más bien de una manera incómoda y cuestionable; lo supe por un miembro de la organización con la que estuve colaborando durante un tiempo, quien se percató que el volumen de mi voz “intimidaba a los compañeros”. Fue una sorpresa que esta crítica fuera tan necesaria para él y, obviamente, me descolocó totalmente en ese contexto. Ya movida por esta experiencia -y porque soy muy mala quedándome quieta- comencé un proceso de análisis personal que después he puesto en discusión colectiva sobre la construcción social en torno a la voz. Es decir, en la sociedad el uso de la voz / la palabra está ligada a muchas intersecciones de privilegio y opresión, algunas de las cuales trataré de explicar desde lo que he podido observar, desde mi experiencia.

En la parte técnica y para explicarles mejor mis observaciones, les comparto que de acuerdo al diccionario que me encontré en casa, el significado de “voz” es la vibración que se provoca en las cuerdas vocales por el paso del aire. Tenemos entonces tres elementos que considerar para que exista la voz: las cuerdas vocales, el aire y la vibración. Claro que existen también otras formas de funcionalidad, pero para este texto me centraré en el grueso de la población que tiene desarrollado el habla. Para ello a manera de fórmula podríamos decir que:

Mayor cantidad de aire = mayor volumen de voz
O
Mayor cantidad de aire = mayor duración de la ejecución de la voz.

En esta ecuación tan sencilla encuentro el primer problema: nuestra capacidad de respiración. Sin problematizar las condiciones ambientales, porque en este texto no es el punto central, me reduzco a preguntar si alguna vez se han cuestionado si respiramos correctamente, pensando desde la parte física. Lo pregunto porque en algún momento yo misma no lo sabía. Cuando tomé clases de canto hace ya unos años me topé con la sorpresa que no estaba ocupando toda mi capacidad pulmonar. Lo supe al realizar ciertos ejercicios que después me ayudaron a corregirla. En mi personal análisis descubrí dos factores que originan el problema: el primero son las posturas antinaturales que hemos adoptado, responsabilizo a la educación militarizada en la escuela de modificar nuestras corporalidad, haciendo deficiente nuestra respiración; y en segundo lugar pongo a la industria estética y la presión social sobre los cuerpos socializados como femeninos, ya que siempre se nos ha dicho “¡mete la panza!” al grado de que inconscientemente creamos tensión en nuestro abdomen durante muchas actividades cotidianas, lo que provoca que no utilicemos nuestra capacidad natural para emitir la voz. Fuera de las implicaciones físicas que marcan nuestra forma y volumen al hablar, las intersecciones de raza, clase, sexo, género y otras también determinan el espacio que ocupa nuestra voz.

En historia personal, mi abuela, hablante de zapoteco como primera lengua, habló solo esta lengua hasta ya avanzada edad, pero la migración que vivieron al Estado de México le obligó a utilizar en mayor medida el castellano y dejar de hablar en público su lengua madre, aunque fuera con la que se sintiera más cómoda de expresarse.

La discriminación por no hablar “correctamente” la lengua predominante obliga al silencio de muchas maneras. Las lenguas mueren en ese proceso. Así, en mi familia, mi generación quedo sin la herencia de la lengua y aunque yo intento recuperarla, el primer proceso para lograrlo fue ayudar a sanar esa violencia heredada. Recuerdo a mi abuela, cuando recién le pedí me enseñara su lengua, cuestionándome para qué quería aprender zapoteco si “sonaba feo”, “si eso no me iba a servir de nada”. Lamento que ella haya pasado por esa situación, una historia común entre la oralidad de nuestros pueblos, la discriminación, el racismo que nos niega la posibilidad de existir en esta diversidad cultural. Recuperar la lengua se ha vuelto una meta personal pero me ha implicado muchos retos alrededor, principalmente tener que romper con mis propios prejuicios ya que hablar otra lengua implica pensar bajo otra lógica, otro contexto, otra cosmovisión, desde otro entendimiento del mundo y cuando esos aspectos se niegan por la cultura hegemónica, el trabajo no es solo aprender la sintaxis o fonética de la propia lengua, sino desaprender todo lo demás.

Mare Advertencia Lirika

El reivindicarme zapoteca como parte de mi identidad me ha abierto las puertas a estos otros entendimientos, a un mundo lleno de resistencias de los pueblos, la resistencia ante la muerte, ante el olvido. Es sabido que Oaxaca tiene mucha presencia de culturas, pero ver otros territorios, conocer otras experiencias, encontrar alianzas con otros pueblos, para mí ha sido un crecimiento enorme, una responsabilidad mucho mayor a la hora de ejercer la palabra. Porque además la violencia en contra de nuestra identidad está presente en la historia de cada pueblo que he conocido, mostrándose a través de la pérdida de identidad por la urbanización del contexto, el desplazamiento forzado por términos económicos o de conflictos, la discriminación presente, la castellanización y mestizaje a través de la educación y la asimilación al contexto urbano. En esos conflictos pasamos del silencio a la voz incómoda, las voces menos privilegiadas no tienen derecho a ser escuchadas; así, las demandas por los conflictos agrarios, las movilizaciones contra los megaproyectos y muchas otras manifestaciones de inconformidad de los pueblos originarios se toman como casos aislados, se interpretan como grupos minoritarios que no representan una población importante, porque realmente para el Estado/Nación nunca lo hemos sido.

Un ejemplo claro es lo que pasa en la actualidad en México con las consultas: ¿por qué personas que no recibirán directamente el daño de los megaproyectos se sienten en el derecho de tomar decisiones sobre esto? Y hablo netamente del sentimiento, porque los planes de gobierno ya están establecidos y esta herramienta lo único para lo que sirve es para validar lo que ya se había decidido. Nos enfrentamos además a las peligrosas cuotas de inclusión que muestran una posibilidad de pertenecer, nos dan un espacio en la agenda, nos celebran y muestran una cara amable para las minorías, pero que en el cotidiano nada cambian, continúa la violación de derechos humanos, la marginación, la violencia focalizada y todo esto pasa en el silencio obligado por quienes ejercen el poder. En este punto no quiero profundizar porque sería meternos en otros diálogos amplios que necesitan su propio espacio, solo quería mencionarlo para no quedarme con la espinita, pero seguro en otro momento habremos de dialogarlo.

En esto de ser feminista también encuentro que la voz se puede explicar desde otras relaciones de poder por las intersecciones; así, entendamos a la voz como un constructo social del sexo-género. Todo, desde cómo construimos el discurso, dónde o a quién hablamos, hasta cosas tan sencillas como una risa, se puede explicar desde estas relaciones. Por ejemplo, hace un tiempo en un taller que impartí, una de las participantes de más edad me dijo que era la primera vez que se reía a carcajadas y tantas veces. Contó que desde pequeña le daba miedo reírse porque su abuela le dijo que “las mujeres que se ríen mucho salen embarazadas” y ella creció pensándolo, aun cuando ya estaba casada contó que a su pareja no le agradaba que ella se riera, así que era algo que no hacía mucho o trataba de esconder.

Me saltan una y otra vez frases como “calladita te vez más bonitA” o “las niñAs no hablan groserías”. Desde nuestra infancia se nos otorgan características del habla de acuerdo al sexo biológico. A las mujeres se nos limita, contrario a los cuerpos masculinos que tienen mayor espacio para hablar fuerte, reír, gritar, incluso es vista como un símbolo de masculinidad la voz gruesa e imponente, gritar para establecer la autoridad. De ahí mismo deriva que sientan el poder de interrumpir el habla de una mujer, que impongan sus ideas sobre las nuestras, que consideren incorrectas nuestras opiniones. La palabra del hombre se asume como una voz de autoridad, una característica de liderazgo, mientras que las conversaciones entre las mujeres se reducen a “chismes”, una categoría menor de debatir la realidad, se reduce a ciertos espacios y ciertos temas, ni qué decir del espacio público y las formas de reproducir estas relaciones de poder. Ejemplo claro es el acoso sexual en lugares públicos. El “piropo” tiene como fundamento el hacer escuchar a la mujer lo que el hombre piensa sobre ella, o bien, demostrar ante sus congéneres que es capaz de hacerse escuchar por ella como reafirmación de la propia masculinidad. En este acto no importa la respuesta que puede tener de la mujer, si es bien recibida o no, lo que se busca es el acto en sí mismo de que ella, que el resto, le escuche.

Les cuento que en una ocasión, pasado el mediodía, me encontraba cruzando un puente peatonal pensando en mil cosas, como el resto de la gente; mi propósito en ese espacio era el mero tránsito, llegar de un lugar a otro. Por la falta de cultura peatonal o simple azar, por algunos minutos fui la única atravesando este puente, hasta que en un momento, casi terminando de cruzar, me encontré de frente a un hombre de avanzada edad que a varios metros de mí gritó: “qué guapa”. Yo, que soy cero tolerancia ante el acoso, lo mire fijamente canalizando todo mi odio, cosa que no sirvió de mucho, pues el hombre entre risas y sin detenerse me dijo a manera de burla “pero no te enojes”. Acto seguido le respondí: “¡¿quiere molestar a alguien?!”; como ya dije al principio de este texto, mi voz es fuerte de una manera que los hombres consideran negativa, lo cual para este caso me fascinó. El gesto facial de ese hombre cambió, se hizo serio y volvió a decir, pero esta vez a manera de disculpa, “no te enojes”. Yo, que para ese momento ya estaba bastante molesta, volví a preguntar: “¡¿quiere molestar a alguien?!”, detuve mi paso quedando casi de frente a él, a lo cual su respuesta fue alejarse de mí hacia el otro lado del puente, balbuceó cosas que no comprendí porque esta vez su voz era pequeña, su corporalidad también cambió, caminaba como protegiéndose, quizá pensó que mi respuesta sería física, yo estaba satisfecha por su reacción, no pensaba agredirlo físicamente, pero sí hacerle saber que su acto no era mínimo y que no estaba dispuesta a soportar ninguna violencia.

Este recuerdo me salta porque entre mis reflexiones entendí que la voz es un método de autodefensa. Nos viene integrada desde el nacimiento, se construye a la par del resto de nuestra identidad y al igual que cualquier otra parta de nuestra formación no siempre se realiza de manera consciente. He pensado también que tenemos que hacerla consciente, como cuando un atleta de alto rendimiento se entrena, así mismo hay que entrenar nuestra palabra, para que el silencio nunca más vuelva a ser una obligación, perder el miedo a nuestra voz, aprender a comunicar efectivamente. La voz es otra forma de ocupar el espacio, por eso incómoda, porque “cuando todo el mundo espera que calles, se quejarán de tu voz, no importa que tan bajo hables”. Por eso hay que gritar aún más fuerte y nombrar todo aquello que no quieren, ¡hay que hacer que nos escuchen!

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Créditos de las fotografías usadas en esta columna:

Metztli Jiménez
Adriana Thomasa Carballo
Gabriela Carvanagh